Historias desde casa (I)

Un idiota y García Márquez

Lecturas de García Márquez para motivar al perezoso escritor que llevas dentro… ¿Habré aprendido algo?

Soy un idiota porque me gustaría tomarme todo el tiempo del mundo para escribir y no lo hago porque llego a casa frito. Vaya, un montón de excusas para no ponerme a hacer lo que me gusta. Murakami tenía –o tiene, si las piernas no le van fallando a estas alturas– que correr cada día para mantener el vigor ante el teclado. Yo corro, nado, monto en bici y hago surf, lo que sea, y me funciona pero de una manera poco productiva.

Los pensamientos, las historias, los libros inacabados que quiero escribir aparecen de repente en mi cabeza cuando hago deporte, pero después no permean en mi mente. Nunca he parado para apuntar algo en la libreta, de hecho tengo la nefasta costumbre de no apuntar nada en ningún cuadernillo, lo que me parece terrible si tenemos en cuenta que la mayoría de las pelas me las gano ejerciendo el oficio de periodista. De momento, voy a excusarme con un así improviso más y todo resulta más natural, tanto cuando pico letras en el trabajo como en los pequeños momentos de despereza una vez he huido de la oficina. 

Esto de escribir a todas horas es duro. No es fácil que no se agote la tinta que corre por mis venas, figurada porque hoy en días se lleva lo computarizado y he llegado a ese punto en que me duele la muñeca hasta cuando escribo una postal desde cualquier rincón del mundo. Había abierto el documento en blanco pensando en Gabriel García Márquez, su talento y su inventiva, su increíble dote para trazar líneas día tras día. 

Pensar en Gabo me devolvió a Cartagena de Indias, la ciudad que le vio crecer como cronista de la vida y lo que no era tan vida, es decir, sus fantasías que hoy conforman el mejor ejemplo de realismo mágico, que nos dejó como gran legado. En la preciosa ciudad colonial –será preciosa pero no por ello esconde dolor, tristeza y xxx–, repleta de estatuas, graffitis y otros homenajes a su figura, me zambullí en las páginas de El escándalo del siglo, una recopilación de sus relatos (más o menos) estrictamente periodísticos. Y qué lucidez, el cabrón. 

Un buen escritor seguirá escribiendo de todas maneras aun con los zapatos rotos, y aunque sus libros no se vendan. Es una especie de deformación que explica muy bien la barbaridad social de que tantos hombres y mujeres se hayan suicidado de hambre, por hacer algo que al fin y al cabo, y hablando completamente en serio, no sirve para nada.

Estatua dedicada a García Márquez en un edificio de la universidad de Cartagena de Indias.

El tipo me ha pillado, como habrá pillado a muchos otros, desprevenido. Yo fantaseo con ser escritor y, esta vez estricta estrictísimamente hablando, no me puedo permitir ni escribir en un periódico, porque nadie está dispuesto a pagar por mis servicios: artículos, crónicas o relatos, columnas… lo que quieran oye. No creo que sea por malo o maldad, sino porque dejé de estar allí cinco minutos y parece ser que durante esa breve ausencia pasó el barco. Y yo pienso, dale que te pego, que terminaré por optar por los zapatos rotos de los que habla Gabo. Sino, ¿por qué escribo esto?

Apenas si uno había acabado de hacer algo cuando ya se perfilaba alguien que amenazaba con hacerlo mejor.

Si, cada año salen del horno universitario, bien calentitos, hordas de periodistas y otros no periodistas con aspiraciones periodísticas –como mi yo del pasado– que pretenden comerse el mundo y acabar con los dinosaurios de las redacciones, de las pocas redacciones que quedan al menos. Y yo pienso hoy, cada día que pasa estoy más cerca de ser del Jurásico que no otro miembro funcional y adaptado a las exigencias ultracambiantes del siglo XXI. Mierda, mierda y mierda. Y qué lúcido, listo y bien puestito me lo dejan mis notas del libro recopilatorio de García Márquez:

Jorge Luis Borges dijo en una vieja entrevista que el problema de los jóvenes escritores de entonces era que en el momento de escribir pensaban en el éxito o el fracaso. En cambio, cuando él estaba en sus comienzos sólo pensaba en escribir para sí mismo. «Cuando publiqué mi primer libro —contaba—, en 1923, hice imprimir trescientos ejemplares y los distribuí entre mis amigos, salvo cien ejemplares, que llevé a la revista Nosotros.»

Uno de los directores de la publicación, Alfredo Bianchi, miró aterrado a Borges y le dijo: «Pero ¿usted quiere que yo venda todos esos libros?». «Claro que no —le contestó Borges—, a pesar de haberlos escrito no estoy completamente loco.»

Debería hacer caso a Borges y a lo que resalta de él Gabo, mi escritor favorito sin lugar a dudas, y lanzarme a la aventura, optar por el camino de la penitencia y comer mierda y, cuando ya tenga las suelas de los zapatos en las últimas, esperar ese golpe de suerte necesario. A alguien le ha gustado mi libro, ese que todavía no he escrito. Me podré comprar unos zapatos nuevos.

¿Es esta mi sentencia?

El periodismo es la profesión que más se parece al boxeo, con la ventaja de que siempre gana la máquina y la desventaja de que no se permite tirar la toalla.

Quién me parió, he escrito todo esto en 10 minutos, en mi lengua materna –que en mi caso es una de ellas, porque lo mismo es el catalán, que me pesa más porque no la escribo con igual fluidez ni pureza como el español-castellano. En los últimos tiempos, cuando me he alejado por varias circunstancias del periodismo profesional, he optado por trabajar a fondo mi inglés: me ha dado un trabajo que no quiero y un nuevo reto cada vez que la página está en blanco.

En definitiva, creo que debo volver a escribir como en casa, pero de momento no tengo piso en ningún sitio. Paciencia.

P.D. Mucha labia, pero esto lo he publicado dos meses después de escribirlo.

P.D.2. Mentira, lo he publicado confinado de verdad en casa. Lo de historias desde casa ya lo puse antes, y no significaba lo mismo entonces. Era casa en el sentido de mi hogar en Alemania, o ahora mismo, en Barcelona. Con el coronavirus las cosas han cambiado.